De pequeña me llamaban muchísimo la atención los disfraces. Entonces no eran tan comunes, al menos no en mi casa, y un vestido que fuera «de verdad» como el de cualquier princesa idealizada, se convertía en un deseo irrefrenable que desataba mi poderosa imaginación infantil.
Nunca tuve ninguno.
Hoy, superado el deseo de convertirme en otra -princesa, heroína, triunfadora- disfruto vistiéndome con una de las muchas yo que habitan en mi:
Hay días que saco el atuendo de guerrillera emocional y, otros, el de tremenda loca.
El de eternamente enamorada, el de sumisa, el de cabezota.
El disfraz de la desvergüenza, el de «pasota del que dirán», el de «puedo con todo», el de «tus dardos ni me rozan».
Me encanta el disfraz de melancolía, sobre todo cuando me siento sola.
O el de alma libre que no le cuestan las despedidas o el de aquel que resiste las distancias cortas.
El de mi cordura irracional, el de la esperanza nunca rota, el de traviesa que viaja atrás en el tiempo y cambia el rumbo de ciertas cosas.
Y luego hay otros días, que me deshago de toda esa ropa, y te muestro mi desnudez:
Siempre frágil si tú me tocas. ❤️
—————–
¡Feliz domingo de disfraces!
¿Cuál llevas puesto hoy?